Ezeiza, cuento de Lucía Castro.






Ezeiza.
El cerámico brilla cual mármol de la catedral pulido por seminarista novato, recién llegado al claustro. Sus zapatos de charol se camuflan perfectamente. Sonríe mientras arrastra sin dificultad la liviana maleta de cuero negro.
Los anuncios reiterados sacuden su corazón, haciéndola sentir cada vez más próxima a cumplir su sueño.
Costó tanto, tantos retortijones…
Días de idas y vueltas yendo a dormir bajo el rocío en la vereda de altas rejas negras de la vecina ciudad a La Bandera.
Costó tanto papeleo apoyándose en las rejas y esperando que la extensa fila avance y así ingresar al Consulado.
Costó tanto armar el próspero rompecabezas del árbol genealógico de parientes que sólo lo son allí. Ciudadanía prestada o regalada por un bisabuelo que ni en sueños inducidos conoció. Ciudadanía tan cómica, italiana, con un apellido demasiado español.
Ciudadanía como llave de la puerta a su sueño. Ciudadanía ahora como un tesoro en su cartera de cuero original, junto a ella la Visa. Otro retorcijón, el peor, el vómito más ácido de todos.
Pero allí está, arrastrando la liviana maleta entre tantos desconocidos. Entonces aleja el recuerdo que se asoma como reflejo acostumbrado.
De pronto logra escuchar a la multitud hablando de un posible paro de Aerolíneas que la aleja por momentos de cumplir su anhelo.
Retorcijón. Calma su delgado estómago bajo la camisa de seda blanca, inmaculada.

Se palpa, para comprobar que sigan allí, los pendientes, el collar y la pulsera, combinación delicada y dorada. Mira la hora en el pequeño reloj que heredó por parte de su tía paterna. Era una reliquia familiar, regalo de compromiso que su abuelo entregó a su futura esposa.
La puntualidad es su fuerte. De madre exigente, estricta, con sangre alemana en las venas. El recuerdo asoma. Lo aleja un poco, nomás.
Falta poco y los parlantes sólo anuncian demoras. La asamblea reunida decide si habrá paro o no.
Retorcijón. Acaricia su estómago, tabla rígida.
Su padre, hijo de sureño con rasgos mapuches llegado a principios de siglo a la tierra del bautismo de fuego de los Granaderos, con un buen cargo como revisionista contable de YPF, fue la oveja negra de la familia.
Espanta con la mano derecha el recuerdo.
Saca el celular de la cartera. Mensaje de la tía paterna, madrina por elección, garantía siempre para que ella esté donde está. Por suerte se había refugiado en ella, una solterona sin hijos, el orgullo de sus padres, jueza en la ciudad del puerto con importantes contactos políticos. Amalia Gómez le mostró cosas que sus progenitores no quisieron priorizar y que sus dos hermanas mayores no supieron apreciar.
El cuidado del cuerpo, de la piel, los modales, la presencia, la apariencia como tarjeta de presentación en esta cultura occidental de la mujer como consumo. Elegir una carrera universitaria que la lleve a cumplir sus ilusiones en esta sociedad capitalista, tan competitiva.
Gracias a Ami estaba allí, con un título de abogada, con una VISA otorgada dado el alto ingreso en el estudio de su tía, en el que jamás trabajó. Su tía siempre la acompañó, no como sus padres y hermanas.
Aleja el pensamiento. Nueva asamblea. La queja colectiva es unísona pero contradictoriamente, comprensible. Retorcijón. Maleta algo menos liviana, la arrastra hasta los sanitarios.
Se queda inmóvil ante el espejo. Piensa en lo afortunada que fue al nacer bonita. Esbelta y delgada. Cutis armónico. Nariz y boca pequeñas, ojos claros y almendrados. Cabellos lacios y rubios. Piensa en las puertas abiertas por ello y en la desorientación de sus profesores al conocer que vivía en un barrio de calles de tierra, zanjas y de empleados de frigoríficos y quintas. Ami la convenció de usar la dirección de su consultorio, y cambió de domicilio, sólo en el DNI.
Sacude el aire espeso espantando el pensamiento. La maleta se traba, está algo pesada.

Se sienta entre los desconocidos. Recuerda los infinitos viajes en colectivo hacia la universidad. Sentándose, si tenía suerte, atrás de todo para no dar el asiento. Viajando como vaca al matadero otras veces, sintiendo el cuerpo de los demás pasajeros rozando el suyo. Poniendo distancia como podía, simulando o reaccionando enérgicamente. Regresaba cansada, haciendo un estudio etnológico sobre quiénes podrían ser los primeros en bajar en el centro rosarino o los que seguro irían hasta su ciudad. Pocas veces erraba. Ocultaba el celular y el dinero entre sus prendas, se quitaba los anillos antes de subir al colectivo o antes de bajar, y corría las dos cuadras desde la parada hasta su casa si era de noche, al atardecer o a la siesta.
Espanta el recuerdo. Escucha. Otra hora de demora. Comienza el estudio etnológico, no lo puede evitar.
Le preguntan la hora. Diez de la mañana de este 29 de noviembre de 2018. Se acerca el G20 y queda un año más de este gobierno.
Charla con los desconocidos, tantas historias, muchas con caretas, otras sinceras. Aprendió a escuchar, a sentir el vivir de los demás, eso con sus padres. No sabe cómo pero lo aprendió. No sabe cómo pero se lo enseñaron.
Recuerda la expresión de desacuerdo cuando les mostró el pasaje, regalo de Amalia debido a su graduación y por sus recién cumplidos 24 años. Pasaje ya en sus manos hacia el país de las rayas y estrellas invasoras.
Anuncian que se dictó la conciliación obligatoria.
Avanza hacia la puerta en la que ya no hay vuelta atrás. Ella con careta. Arrastra la pesada valija llena de recuerdos.


Texto: Lucía Castro.





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