El changuito del tiempo, de Gustavo Olaiz








El changuito del tiempo



Me aconsejaron que no subiera a la montaña. Algunos ofrecieron su casa o una cama para dormir un rato. Igual quise volver manejando esa misma noche. Uno es joven y se siente dueño del mundo y que todo lo puede.
Trepé la montaña como si fuera un veterano. Lo que hubiera hecho un experto es verificar si el tanque tenía nafta suficiente. El motor empezó a ratear, en cada curva el problema mejoraba y volvía a empeorar. Luego no lo pude arrancar. Intenté volver por el camino ayudado por la pendiente nomás, un silencioso desplazamiento del vehículo iluminado, freno de mano… no hubo caso debí dejar el auto contra el cerro, perdido el envión y la pendiente. En vez de dormir un poco en el auto hasta que amaneciera, otra vez me eché a caminar montaña abajo con un bidón. No alcanzaba a ver auto alguno ni subiendo ni bajando. La ladera era como un enorme balcón a la noche. Las estrellas y la luna se exhibían diferente, como más cercanas. En realidad en la ciudad nos despiertan poco interés. Abajo, en el valle, la ciudad dormía. En alguna parte de esas luces estaba el salón de la fiesta de casamiento de un amigo que minutos antes había abandonado, hechos que no vienen al caso contar. Me centraré en los acontecimientos ocurridos en el cerro.

Un pensamiento me acompañó varias curvas. Imaginé que el tiempo no transcurría en la montaña, la ladera estaba fuera del tiempo. El tiempo era lo que sucedía abajo, en la ciudad, en los campos del valle.
Me sacó del clima metafísico un insecto. Fue todo tan rápido. El zumbido, sus patas y el aguijón en el cuello apenas un instante y luego el manotazo, mi mano velozmente lo arranca y lo arroja lejos. Todo antes de que tuviera real consciencia del asunto. Una sensación extraña noté con el tacto, no era materia viva, de patas peludas y blandas alas lo que sintieron mis dedos sino la textura del metal y del plástico. O al menos eso me había parecido.
Era imposible encontrarlo en la penumbra de la noche. Debía estar por allí en algún lado oscuro, al costado del camino.
El incidente me perturbó un poco. Entonces presté más atención a la ladera que a la noche. En los difusos bordes de las rocas y arbustos que subían por la cuesta mi mente fantaseaba con sutiles movimientos, sombras de animales al asecho. Veía sombras horribles, como las gárgolas que adornan las catedrales europeas. Cada vez más paranoico creía distinguir formas que me seguían entre las rocas escasamente iluminadas por la luna.
Entonces lo vi. Era pequeño y miraba hacia el valle y la noche. Muy impactado, pude reaccionar y fue disminuyendo mi angustia al notar que era un niño. Un changuito, como dicen acá en el norte. De apenas cinco o seis años. Quise preguntarle que hacía allí y me habló con una voz extraña, sin emoción, sin matiz:
—Veo cómo el espacio crea más espacio... —e hizo unos ampulosos movimientos con los brazos.
Por varios segundos no supe qué decir. El changuito miraba la noche que empollaba al valle. Quise seguir hablando del tema que le interesaba:




—La luz que salió de esas estrellas hace mucho mucho tiempo acaba de llegar luego de viajar...
—… se curva el tiempo —interrumpió el chico. Me quedó la frase incompleta, ridícula, colgando de la ladera. Percibí que la palabra “tiempo” pareció incitar la respuesta del changuito.
—¿Qué... qué dijiste?
—El tiempo se curva —dijo lacónicamente. Y dibujó una curva con su mano y su brazo, como dando una brazada al nadar.
—¿Sí? ¿Desde cuándo? —Quería seguir escuchando al chico.
—El tiempo se curva desde que empezó el tiempo —contestó como restándole importancia—. Pasamos de la nada al tiempo —e hizo un gesto de poner las manitos a la izquierda cuando dijo “nada” y las llevó a la derecha cuando dijo “tiempo”, terminando el gesto al abrir los brazos como si mostrara una explosión o algo parecido.
—Ey, ¿cómo sabés estas cosas? —le dije en voz baja mientras me alejaba sin darme cuenta. Fue el instinto el que me hizo refugiar a unos metros desde donde podía observar al changuito y tratar de entender lo ocurrido.
El changuito no me escuchó o no quiso responderme. ¿Es que acaso me había respondido alguna vez o solo dijo lo que quería decir? Es que ahora lo veía ensayar los mismos movimientos que actuó en mi presencia, y aunque no podía oírlo estaba convencido que con las mismas palabras. Eso de que el tiempo se curva y que el espacio crea más espacio y demás.
El changuito me daba la espalda. Su figura se recortaba contra la noche.
Luego lo vi endurecerse y ponerse firme, como un playmobil —pensé—, como un playmobil, con los brazos simétricamente a los lados y las piernas algo separadas formando un triángulo.
Algo indefinible, como un humo transparente, que apenas se veía, fluyó desde la espalda del changuito. No atinaba a mover un músculo observando el prodigio. El humo crecía y ganaba altura. Parecía embolsarse con el viento. Hasta que el mismo changuito, inmóvil desde que el humo empezó a surgir desde su cuerpo, despegó sus pies del piso. Flotaba lento. Se alejó impulsado por la brisa hasta que la noche se lo tragó.

Gustavo Olaiz.



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