Encuentro
                      por Yoko Ogawa y  Paul Auster
Caminó mirando la hora una y otra vez, procurando no tropezar ni pisar nada que ensuciara su calzado. Detuvo apenas el andar para verificar frente a una vidriera que su vestimenta se mantuviera en perfecto estado. La prisa no daba lugar a la duda.
El boulevar ofrecía lo de siempre: plátanos con sus encantadores frutos aterrizando como flechas en la cabellera. “Menos mal que no hay viento”. Suspiró. Fachadas que ostentaron reflejar poderío, muchas hoy convertidas en clínicas, instituciones, y en el mejor de los casos, bares invitando con su aroma irresistible.
Recordó: “¿Un café en tu casa?” Al desconcertarse con esa propuesta no pudo más que solicitar la dirección. No ameritó más dudas…
Disimuló mirar otra vidriera. Seguía todo más que bien. Avanzó una cuadra más y se detuvo ante la dirección indicada. La casa no era casa sino mansión de principios de siglo XX en perfecta y eficiente restauración y mantenimiento.
Palpitó antes de pulsar el timbre. ¿Nervios de principiante?
Los pasos empezaron a escucharse aunque sutilmente. Era ella, aunque le costó reconocerla detrás del vidrio mate calado y también porque vestía de manera muy diferente.
Una sonrisa complaciente le dio la bienvenida, devino un beso lento en las mejillas.
Se detuvieron en un luminoso zaguán mientras ella cerraba la pesada y enorme puerta de hierro. Hermosas plantas de interiores, en macetones de plata. Pequeños cuadros del Renacimiento colgados en paralela minuciosa en las inmaculadas paredes.
“Estoy soñando” Pensó, y se creyó el ser más afortunado del planeta.
La vestimenta de Lillian ya no le importó. Ella comenzó a abrir la puerta contigua, muy similar a la anterior, a diferencia por los vitraux representando el Jardín de las Delicias.
Ingresaron al pasillo. Trató de no delatar preocupación mientras la oscuridad y humedad penetraron en cada célula epitelial. El techo como las paredes descascaradas rociaban los cuerpos. Debió fregarse varias veces los ojos para quitarse el polvillo. Pudo distinguir unos marcos, no así sus pinturas, casi cayéndose o tal vez sostenidos por telas de arañas y oxidados clavos.
Ella avanzaba, silenciosa. Sus piernas se dejaban ver bajo esa babucha de bambula blanca traslúcida. La musculosa azul Francia confirmaba su bonita silueta. Tenía cintas de seda violeta en el cuello, las muñecas, tobillos, y todas con pequeños cascabeles que colaboraban para que su andar sea encantador e hipnótico.
Atravesaron la puerta que dejaba atrás al pasillo. Era pesadísima también, pero solo tenía algunos vidrios ordinarios y rotos.
El patio interno era enorme. Un cielorraso de parras ofrecía un juego de luces y sombras. Las uvas chinches colgaban por doquier mientras un enjambre de diminutos insectos sobrevolaba succionando los podridos frutos. Ella tomó algunas y las llevó sensualmente a su boca. La boca pintada de rojo furioso era en sí un mensaje de placer. Le dijo algo, pero no entendió y se quedó inmóvil.
Contempló una mesa de jardín redonda con sus cuatro sillas despintadas y oxidadas. Más lejos, en el centro del patio, una fuente en ruinas, sin agua y con yuyos muy crecidos. Dos estatuas de sirenas fundidas en un abrazo, y en bajorrelieve amantes en sus asuntos más específicos. ¿Estoy soñando?

“¿No entrás?” Escuchó como a lo lejos que le decía. Ingresó a la enorme sala. La misma sensación del pasillo: oscuridad y humedad. Polvillo en los ojos. Una mesa tipo de banquete de edad media se ubicaba en el centro. Una joven y un muchacho sentados en uno de los laterales, frente a ellos una pareja de dos adultos mayores. “¿Te sentás ahí?” le propuso Lillian, indicándole la silla de la punta que daba la espalda a la chimenea.
Los presentes le dieron la bienvenida y continuaron dialogando, mientras una manada de gatos de todo tipo, colores y pelajes se apropiaban de todo espacio, incluso sobre la mesa. Algunos advirtieron su presencia y buscaron subírsele así como una caricia frotando sus cuerpos en las piernas que los rechazaron con un movimiento disimulado pero enérgico.
El olor a los más de quince felinos era sutil pero existente y permanente.
“¿Esto es una pesadilla?” Pensó. “O tal vez sea parte del rodaje de un irónico corto en el que yo soy el personaje del hazmerreír. Escuchaba sin entender en absoluto el diálogo de los demás, que seguían sonriendo cómodamente en sus lugares. Sólo creyó entender que el hombre, de sesenta años aproximadamente, era profesor de algo. Pero una interferencia habitaba en la casa, sumado a los gemidos de los gatos que insistían en trepar a su regazo nada amable que los rechazaban una y otra vez.
Este señor era quién ganaba la atención de todos los presentes. “A su lado había una mujer. Se extendía el ruedo de su falda ligeramente, debajo sólo se veían las puntas de los zapatos, e inclinaba la cabeza hacia el profesor, tímidamente. No había ningún contacto físico en ninguna parte, y sin embargo, daba la sensación de que entre ellos existía algún afecto”

Lillian sentada en la punta opuesta disfrutaba de sus invitados, mientras ofrecía café y torta. ¿Era su cumpleaños?
Como no podía participar de la charla, miró con atención la sala.
Una magistral escalera caracol de blanquísimo mármol con barandas doradas conducía a una puerta de algarrobo entreabierta, de la habitación se escapaba un hilo de luz ámbar decorado por polvillo. Bajó la mirada, detrás de la pareja de jóvenes, sobre la pared descascarada, dos cuadros de tamaño natural con marco de bronce. En uno una niña de siete u ocho años andando en bicicleta por la rampa del bulevar junto al joven sentado allí. En el otro, la misma niña, algo más pequeña, sentada en las piernas de la joven de la sala, con los pies en el agua de la fuente, en perfecto estado, del patio de la mansión. Los ojos caramelo de ambas decían mucho.
Bajo dichos cuadros, una delicada mesita ratonera. En el centro un portarretrato en el que se veía a los dos jóvenes presentes abrazados. En cada costado respectivamente, una urna de plata.

Trató de no emanar perturbación mientras sentía como un río hirviente, casi burbujeante le llenaba el cuerpo.
Buscó distraerse, empujó a un gato atigrado que le clavo las garras en las piernas. Miró al profesor, pero se repitió la misma escena. Los cuadros detrás de él y de la mujer. La misma niña con tubos de ensayo junto al profesor en uno. En el otro, la niña con un lienzo y pinceles junto a la señora allí sentada. Debajo. Otra mesita ratonera. Un portarretrato con los rostros de la pareja y custodiando dos urnas funerarias.
Sintió calor y galope en cada célula. La vista se le turbó aún más. Una ceguera momentánea junto a un aturdimiento indescriptible se apoderó por un momento. No podía sostener ni mantener quietas las manos sobre sus propias piernas. No supo cómo había contestado que no deseaba tomar ni comer nada. Supuso que su voz habría sonado baja y quebrada, o mejor como un susurro tembloroso. Deseó tanto una bebida que le hiciera bajar ese ahogo, ese nudo en la garganta. Deseó tanto no haber aceptado la invitación. Sólo tenía una certeza. Lillian continuaba en idéntica pose.
Detrás de ella otro cuadro.
Lillian recibiendo su diploma de licenciada en medicina, con la expresión más triste en sus intensos acaramelados ojos. La soledad misma en sus ojos.
Se apresuró a bajar la mirada, buscó con éxito la mesita ratonera. Encontró un artículo periodístico: “El reconocido profesor Kellogg sufre un trágico accidente. Él, su esposa, hijo y nuera fallecen al momento…”
Creyó comprender. La ausencia de nitidez y los gatos molestos jugaban a favor del rodaje del corto. Sí. Era el personaje de una mala jugada de su compañera de trabajo.
Percató que los demás de pronto le prestaban atención. Silenciaron y al unísono se levantaron. Fueron hasta la anfitriona que comenzó a entristecer. “No llores, hija, es tu cumpleaños” le dijo la joven. Uno por uno la abrazó y besó. Los cuatro, seguidos por la manada de gatos, excepto el atigrado, comenzaron a subir la escalera, mientras se esfumaban en el cuarto o quinto escalón confundiéndose con el hilo de luz ámbar.
“Esto no es racional, estoy soñando…” tragó saliva sin disimulo. “Y si no es un sueño y este artículo, esta gente y los gatos realmente…” Quiso creer que era una broma. La amaba desde que la descubrió un día fumando durante el descanso en el trabajo. También podría perdonar que no le dijera nada sobre este hecho.
Miró cada una de las urnas nuevamente. “Le descontó que Lillian no se las hubiera llevado al piso de arriba. ¿Habría un significado oculto en esto, se preguntó, o era simplemente una negligencia por su parte?

La miró a los ojos como preguntándole todo y nada al mismo tiempo, y comenzó a llorar al sentir que todo estaba muy lejos de ser un fraude.
“No tengas miedo, sólo vienen en mi cumpleaños, y no llores, tonta, se te corre el maquillaje” dijo la muchacha mientras sonreía y se acercaba a su invitada pasándole las yemas de sus suaves dedos sobre los pómulos.
Salieron tomadas de las manos y se dirigieron a la fuente. Las uvas brindaban su dulce jugo. El agua fresca brotaba y cubría las sirenas que se contorneaban apareándose.
Rozaron una y otra vez sus labios entre relatos, caricias, sonrisas y una que otra carcajada. Llegada la noche Felicia comenzó a alejarse. Una triste mueca en la boca roja de Lillian apareció, consciente de esto le dijo a su invitada mientras lloraba: “No me olvides”.
Pero Felicia ya no la oía. La miraba pero no la veía.
La joven con sus cascabeles entró a la sala. Se dirigió a la chimenea. Sobre la repisa, levantó un pañuelo de seda que tapaba el portarretrato y la urna de su invitada.


        Autor: Lucía         Castro



                      Coordinación: Susana Rozas

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