Caminata, relato de Lucía Castro


Caminata
Avanzo por la playa hacia el norte. La arena se siente fresca, suave. Muy llevadera.
Málaga toma la delantera y explora la orilla; luego se acerca inquieta a la gente. Es una cocker bicolor, simpática. Suele recibir caricias y comentarios amistosos. Yo, de revote, una que otra mirada y continúo la marcha mientras respondo con una discreta sonrisa, casi siempre encantadora. Sí, lo sé. Es así. Me considero un ser encantador. Camino erguido y sin detenerme ante nada ni a nadie. Si compruebo que mi fiel compañera se demora más de lo previsto, silbo finito, muy bajo, y ella corre a mi encuentro ganando mis delicadas palmaditas en la cabeza.
El ocaso muestra todo su esplendor. La gente huye: es su propio apocalipsis rutinario.
Disfruto de la soledad de la playa. Del sonido embriagador del oleaje, unas veces tenue y otras furioso, temerario. Disfruto de la espuma fría, casi helada que llega mis pies descalzos, del golpe de alguna caracola acabada, de los cantos rodados.
También disfruto del sobrevuelo de los pájaros anunciando que es la hora de la cacería. Verlos aterrizar en la arena, entre las rocas, picoteando la cena que va dejando la marea me hace pensar cuánto envidio su simpleza. Envidio la simpleza del reino animal, sí. Así como envidio la simpleza de mucha gente.
Nacer y crecer en la costa atlántica me llevó a conocer a demasiadas personas de distintos lugares de este país como de otros de cualquier parte del mundo. Además, ser el único heredero y dueño de una magnífica cadena hotelera habilitó más aún este hecho. Pero, aún no sé el motivo por el cuál, hace más de una década, me descubro diariamente caminando por las playas, sean públicas o privadas.
Pagué y pago irrisorias fortunas para ver cómo adinerados turistas se asemejan a merluzas enlatadas fritándose sobre las preparadas arenas. O simplemente nadan, o saltan las olas, como cardúmenes escapándose de algún depredador. Siento que todo lo arman para regalarme un espectáculo tragicómico.

Veo mujeres muy bonitas luciendo sutiles joyas en sus pieles aterciopeladas. Recuerdo haber pensado, hace tiempo en más de una ocasión, sentarme a charlar, invitarlas a cenar… sin embargo, fueron fugaces deseos carnales que se quedaron durmiendo en las arenas.
Perdí la cuenta de cuántos cientos de muelles pedregosos he cruzado. Sin ir más lejos hoy escalé uno sin dificultad. Pero hubo una que otra vez, que lo hice costosamente e ingresé en playas públicas que ni escaleras prácticamente tienen.
Me impresiona saberme un ricachón espiando, casi pasivamente, lo predecible de miles de familias que clavan sombrillas, tiran mantas o se refugian del ardiente sol en las cuevas naturales.
Miro a tantísimas mujeres en estas playas, solteras como acompañadas, con sus hijos o no, en brazos y creo que es así, la vida nos fue poniendo donde estamos, como lo hace el oleaje con las caracolas.
Ya hace algunos años me convencí que hay conductas humanas tan reiterativas. No importa quien las efectúe, si el que lleva un colgante con una piedra preciosa o el que tiene uno con cuentas de coco o vidrio. Allí están. El turista es turista ofreciendo su mejor papel, dando su colosal espectáculo.
Insisto. Aún no sé por qué salgo casi todas las tardes con hambre insaciable de espiar vidas ajenas, muy de otros.
Gano el norte olvidando, como de costumbre, quien soy ahora. Camino convencido y creyéndome el joven que fui: exitoso, ganador, buen mozo, de físico firme y delgado.
Málaga roza su hocico frío en mis pies. Los miro y me presentan, recuerdan y reafirman el hombre que soy ahora. Los lunares, las arrugas, el color en los bellos, el estómago y su flacidez no saben mentir. Me quiebro en la toma de consciencia.
Ella persiste lamiendo la espuma sucia asentada en los delatantes. Está cansada. Yo también.
Palpo los bolsillos de la gastada bermuda cargo para comprobar que estén las llaves de mi auto modelo 99. Se lo dejé a un trapito que ya me saluda como a un viejo conocido, pero que jamás me ha preguntado nada. Creo que me huele.
La brisa ya se deja sentir, me pongo la desteñida remera que traigo cual uniforme y me calzo las alpargatas.
Me olvido otra vez que ya no soy aquel joven, aquel que actuaba como atleta y saltaba muelles o andaba como lagartija entre las rocas de la playa.
Este año, más de una vez, mis flacas y pecosas piernas se entusiasmaron y tomaron velocidad, anduvieron muy de prisa. Se enredaron y desplomaron lastimosamente.
Las veces que me vieron caer se acercaron a auxiliarme. Los viejitos inspiramos, provocamos una especie de confianza, contemplación y consideración extremas. Es porque somos muy anónimos, ya que si conocieran tal vez, aunque sea un poquito  algunas de nuestras conductas pasadas como presentes, no se comportarían tan solidariamente.
Hubo tropiezos y caídas sin público auxiliar. Por supuesto, me levanté estoicamente. Sufrí un rengueo doloroso por un rato, pero no me detuve ni mucho menos abandoné la caminata programada del día. No puedo efectuar la retirada sin antes alimentarme.
Me planto como un eucalipto mirando al este. El viento me azota una y otra vez salpicándome el cuerpo con arena húmeda y salada. Puedo desquebrajarme, me estoy desquebrajando; pero la adicción a la inmensidad del mar, a su sonido frecuentando entre paz y violencia extrema me hipnotiza. Lo necesito diariamente como al silencio y a la soledad de mi hogar, sólo tolerante a la vida de Málaga, y a la de Estela también.
Al mismo tiempo, contradictoria y absurdamente soy tan dependiente a observar a la gente, a su bullicio cotidiano. Me sé un parásito insignificante succionando sus vidas. Exacto, vidas ajenas, tan de otros. No sé por qué llegué acá, tal vez sí. Pero no quiero aceptarlo. Prefiero sentirme una caracola arrojada por las mareas a las arenas.
Málaga vuelve a insistir, la acaricio con mis dos manos libres de anillos, le doy la palmadita del regreso. Me mueve la cola comprendiendo, satisfecha y emprendemos el regreso a nuestra lujosa estancia a pocos kilómetros de aquí.
Estaciono al lado del costoso coche con el que me muevo diariamente en la ciudad feliz.
Estela nos recibe cordialmente, como de costumbre. Baña a Málaga y luego se dirige a la cocina. Voy al baño y me sumerjo en la bañera espumosa y perfumada que ella misma preparó, con la temperatura exactamente como sabe que me agrada.
Confirmo mi vejez. Mi desnudez y los espejos la gritan.
Ya en el comedor encuentro a Estela, sirve la cena y deja una botella de vino fino sobre la larga mesa. Expresa que no he recibido ningún mensaje. Le agradezco y le digo que se puede retirar a su cuarto. Ya no la veré hasta el desayuno.
Descorcho mientras relojeo la amplia habitación sin retratos de mujer ni hijos. No los tuve. No los tendré. Málaga levanta la cabeza al oír salir el corcho, y la vuelve a bajar. Ella es joven, por suerte.

Cierro los ojos mientras acerco la copa y cato el vino. Recuerdo a una turista que vi hoy, me veo caminando con ella en la playa. Sólo caminamos, no deseo otra cosa. Ese pensamiento de andanza sin sobresaltos me satisface.
Sé que descansaré, que dormiré plácidamente alimentado de esa fantasía creada recientemente. Me retroalimentaré cual parásito con otros recuerdos de anteriores caminatas, y a partir de mis propias composiciones.
Me siento joven en la playa, con una mujer y sus hijos, nuestros hijos. Me veo renegando, llamándolos mientras levanto la manta húmeda con arena pegada, cargando miles de bártulos mientras ella se ríe de mí, de mis refunfuños, y mis ojos le dicen que soy feliz, pero que ya es hora de irnos, es nuestro apocalipsis rutinario.


                                               Lucía Castro


Coordinación de  Taller: Susana Rozas

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