Les gusta leer el final, Lucía Castro

Les gusta leer el final

Me desperté sobresaltado acompañando ese instante con un chillante y seco insulto. Desprendí la húmeda sábana que insistía quedarse adherida a mis espaldas. Otro día infernal en la ciudad capital de la invencible Santa Fe.
Metí como pude mis pertenencias presionando para poder cerrar el bolso. En la negra mochila de cuero puse la carpeta, la notebook, cargador, celular, billetera… y relojeé para comprobar no dejar nada de lo que después me arrepentiría. Como en ese momento, en que me arrepentía y maldecía por la reciente trasnochada, por mis andanzas de una a otra peña de distintos géneros abrazando el tango y folklore hasta terminar cayendo en un barcito, como muchas otras veces, besando y susurrándole alguna canción de Sabina o Calamaro a una botella de tinto.
Salí de la habitación y volé al baño. No había tiempo para una ducha, mucho menos para rebajar la barba que aún olía a alcohol y cigarro. Otro insulto.
En la cocina estaba mi tío Negro. Me dio un mate amargo que pelaba. Puse la mejor cara. Bah, a quién voy a engañar. “Me mato toda la resaca” le dije. Él me miró con esos ojos llenos de picardía, cariñosos y compañeros. Mi tía salió con su camisón de señora que aún seducía y se alteró y quejó como de costumbre. Se había quedado dormida y se lamentaba por no haberme llamado para desayunar y prepararme con tiempo. “Calmate, mujer” le dijo con su voz ronca de fumador a temprana edad. Y a mí: “Tomate otro”. Obedecí.
Besé y abracé a Pato, escuché nuevamente su lamento y le dije que no se preocupara, que estaba todo bien. Repitió que me esperaban el mes siguiente. Que me tenía que afeitar o rebajar la barba, que ya me parecía al Negro en su juventud. Sonreí. Lo miré al tío, con su bastón y con el armado de tabaco alemán. Tomé su bastón, fui su apoyo y lo abracé con fuerza. Le estreché la mano que no sostenía el pucho, dándonos el saludo romano que nos había enseñado a todos sus sobrinos hijos de su hermana Inés. Toda mi infancia de aventuras en su camión Bedford me invadió. No quise llorar. Y no lloré.
Tomé un taxi. Indiqué la dirección. El tachero me dijo que era un caos el centro. Sobre todo ahí donde yo debía llegar. Me dejó a dos cuadras. Esquivé las pecheras de ATE movilizadas frente a la Casa de Gobierno. “Seguramente, a esta altura del año le dan otro aumento, no como a nosotros, que nos frenaron con un 22 % en cómodas cuotas y cerradas las paritarias” pensé a modo de queja.
Atravesé las dos fuentes entre toda una atmósfera de azahares. La humedad de septiembre se dejaba tolerar bajo los naranjos y espinillos de la plaza. Los jacarandás estallaban violáceos. Me sequé como pude el sudor.

En la puerta del Convento San Francisco mostré al recepcionista mi acreditación. Me marcó el segundo de los cuatro encuentros. “ya empezaron” me desanimó.
Caminé bajo la vieja galería pisando y sintiendo el fresco piso de ladrillos. Quería sumergirme dentro del aljibe o de una de las tantas vasijas tamaño urna funeraria, escabullirme cuál adolescente o delincuente en ese jardín tupido de flores una más encantadora que la otra; cuál medusa me llamaban, oportunidad para evadir el compromiso. Evadir y no confrontar mi irresponsabilidad.
Disminuí el andar, entré al convento. El olor intenso a madera antigua me volvió a descomponer como en el primer encuentro. Subí los escalones intentando levitar. Fue en vano. Crujieron. Me delataron. Rodríguez me dirigió su mirada antipática y me preguntó mi apellido. Respondí. Marcó la asistencia en su planilla, creo, con una observación.
Sentí el sudor bajar por mi espalda. No fue ese altillo de techo muy alto el que me provocó un escalofrío. Quería evaporarme. Comencé a ejercitar la boca. Ya todos estaban con las partituras en el atril. Yo aún no podía descontracturarme ni sacar la mía que aún permanecía dentro de mi carpeta.
Rodríguez ordenó continuar. Sentí el ahogo en la garganta como otras tantas veces en que una situación de tensión me anula y me lleva inevitablemente a abandonar todo. Potencial fracasado.
Comenzó la melodía. Mi voz no salió nada bien. Supuse que gracias al numeroso coro tal vez no se habría notado. Rodríguez me miró. Otra vez. Y otra vez observó en la planilla.
“Va de nuevo” dictaminó. Cerré los ojos. Me transporté a la cocina. El Negro me cebó otro mate, estaba frío en comparación a la tercer y última mirada del director.
Salí del convento junto al resto de los músicos. Nos despedimos entre risas y comentarios. Todo bien. Quedaban dos encuentros más. Debía pensar en eso. Dos oportunidades. Trataría de no hacer una de las mías. Nada de trasnochar. Nada de hacer todo a último momento.
Abordé otro taxi. “A la estación” dije. Debía pasar por el centro de control del túnel subfluvial a retirar esos documentos que había olvidado hace un tiempo. Por colgado.
Subí al colectivo. No quería pensar en nada de lo ocurrido. Tampoco en mis tíos y en mi infancia con ellos. No quería ni escapar ni afrontar nada. “¿Podrá ser?” me impuse.
Un niño de cinco años con un guardapolvo verde acompañado de su madre, sentados en los asientos paralelos al mío, estaba bastante inquieto. Ansioso. Hablaba del túnel. No quise más escucharlo. Mi asiento daba al pasillo, lamentablemente. Busqué distraerme. Miré a mi compañera de al lado. No tardé en lograr mi propósito.
Tendría unos veinte años. Dos trenzas castañas, una le caía delicadamente sobre el pecho izquierdo, la otra se había topado contra el hombro derecho y había quedado apuntando como flecha a la ventanilla. Tuve ganas de acomodársela. Bajé la mirada disimulando buscar el celular en la mochila. La volví a mirar. Auriculares blancos. Aros colgantes artesanales, de alpaca con unas piedritas ámbar. Un collar de cola de ratón negro con una piedra vulgar en forma de corazón amarillo. Unas pulseras tejidas de diferentes colores. Y un libro por terminar: “La broma”.
No soporté no seguir mirándola. Su expresión de angustia en el rostro al concluir el último párrafo me recordó que al leerlo también me angustié. Cerró el libro en un impulso de insatisfacción tal vez. Y me miró repentinamente. “Hola” le dije tratando de que creyera que este hombre de más de 50 años no le pareciera lo que yo mismo estaba sospechando de mí, y que cualquier otro podría suponer al verme mirar a una joven de esa manera. Sonrió y me respondió de igual modo.
Buscó en su morral otro libro. Ya no podría mirarla más. Pero lo hice. No lograba ver la tapa. Y la contratapa no decía mucho. Sí distinguía que no era de pocas hojas. Y que su lectura empezó casi en los últimos capítulos, y que iba y venía.
Supuse que era una de esas personas a las que les gusta leer el final para no comerse un bajón. Ya demasiado con lo que le había dejado un libro como el que acababa de concluir minutos antes.
Pero, ¿qué hacía? Seguía yendo y viniendo en el libro. Anotaba números, escribía en el margen con un lápiz negro.
El niño ansioso protestó al entrar al túnel. “¿Dónde están los peces, mamá? ¿Por qué no los podemos ver?” La madre intentaba consolarlo diciéndole que ya le había explicado sobre cómo estaba construido el túnel. Él insistió durante todo el trayecto dentro del mismo. No cabía explicación. Sonreí. Salimos.
Releí lo escrito al salir de Puerto San Martín: “Hay tiempos diferentes aunque paralelos…” capítulo 116 página 613.
“… Los actores parecerían insanos y totalmente idiotas…el hombre no es sino quien busca ser, proyecta ser, manoteando entre palabras y conductas y alegría salpicada de sangre y otras retóricas como ésta” capítulo 62 página 467
“Creo que se me fue otra idea que está buena. No la anoté porque me quedé mosca, que pava. ¿Esta anciana de al lado me mira? Creo que es la abuela de un alumno. ¿Huelo a resaca? Que bando. Ya fue. Voy a tratar de volver a dormir unos minutos, el paseo a La Capital no será fácil con estos grados”. Me dije
Chilló el ómnibus amarillo. Cruzó el puente. Me despertó uno de los tantos cráteres del asfalto de mi ciudad. Miré la cascada del arroyo salitroso. Por fin la estaban reparando. Tiempo de elecciones.
Se sentía el olor mortal del frigorífico. El colectivo giró y tomó la curva que costea al arroyo, a toda velocidad. Sentí mi vida en sus manos.
Me despegué del asiento pegajoso. Calor húmedo, invasivo. Me quité los auriculares blancos, aún se escucha Playa Girón. Saqué de mi mochila el celular. Mensaje de mi tía Patricia, quería que le confirme si nos encontraríamos en su casa, almorzar junto al Negro e irnos a caminar por el parque Independencia o el Monumento. Luego respondería. Guardé todo entre las ropas, no fuera a ser que me arrebataran. “¿Quién me va a robar un libro?” Lo llevé en la mano. “Estas dos trenzas están hechas un desastre”. “No me tengo que olvidar el bolso deportivo con las flautas”

Un niño pequeño con guardapolvo verde me dice señalando el libro: “En el patio de mi jardín tenemos dibujada una como esas, jugamos tirando piedritas”. Le sonreí y descendí cuidando mis piernas de más de 50 años en la escuela de Coronel Aguirre.


Texto de Lucía Castro

Coordinación: Susana Rozas

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