Carta a Roberto Bolaño; por Susana Rozas
Carta a Roberto Bolaño
Te preguntarás cómo me atreví y en qué calidad considero el tiempo. ¿Por qué ahora?
Tal vez, al terminar de leerme puedas comprender, seguramente.
Esa afinidad insoslayable, hecha de recuerdos en común, actuó de imán,
cetrera ave para
llegar acá.
Hay una necesidad que quizás se deba al hecho de trabajar (no estoy
siendo modesta en este punto) con las
palabras. Bueno, ahora lo sabés estoy atacada de literatura. Ser lector
es una patología difícil de padecer. Solo quienes sufrimos de este sortilegio entendemos y
vos lo has padecido. También otros, por ejemplo Cortázar y de niño.
Entiendo que supe de vos cuando habías muerto ya.
Fue entonces que me encontré con 2666. y en la página final, en el abismo
de historias inacabadas, como un océano inexistente te habías ido y nadie me podía
rescatar.
Seguí toda tu vida, cuando leí Los detectives salvajes. Y te supe Belano. Sufriente escritor,
humillado y soberbio. Enfermo, gastrítico y abstenio.
Acaso son más reales estas calles, estas paredes donde escondo una cama que me
sostiene en una dimensión rutinaria y por eso
confundo con la real.
Lo más importante, Bolaño, es que volví a reír, a divertirme con un libro
como sustituto de aquella otra viudez. Volví a dormirme sin cerrar la página. A
amanecer con la
novela al lado, ese lado que siempre esperó, cóncavo de la nada. Silueta
deforme e imposible de rastrear. Ese lado que, a veces, en las ausencias, letales, indeseadas, obligadas, se convierten, a través de un perverso hábito
en la compañía que dibujamos. Lo de perverso va como que
no corresponde, sí?
Y como todo
llega una noche de otoño, me embarqué hacia el DF, y me instalé en el zócalo. Llegué una tarde
primaveral, un día de 28 horas.
Imaginarás que no podía preguntar por vos.
Caminé con el libro
en mano, para poder sentir lo que has vivido y me fui con los poetas para
garabatear noches debajo del cielo magno, imperioso y potente de Coyoacán.
Pero no es así como llegamos a todo.
La soledad también había comenzado a hurgar mi estómago y dormía mirando desde la callecita
fina, estrecha esculpida a boleros, el panorama
de edificios anteriores a la vida. De piedras hechas por aztecas que
debieron haber plantado los versos con que las flores
renacían.
Pero, sobre todo aprendí que había inventado en tu nombre un amor que nunca podría realizar como
esos misterios suaves y a veces perceptibles simplemente en el instante en que
creemos soñar, cuando la vista se nos levanta de los libros, cuando cada
párrafo nos lleva hacia más adentro y terminamos acunando una realidad casi palpable.
Ya nos encontraremos: mi optimismo.
susana
Coordina: Susana Rozas
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