Segunda versión, relato de Edgardo Plecito
Segunda
versión
Este fue el último
relato que publicó Rodolfo Pedernera:
Efraín
trabajaba como depostador en un frigorífico. Usaba una cuchilla de unos
treinta centímetros, de buen acero. Era su herramienta de trabajo, la guardaba
en un cajón de la cocina, pero sólo la usaba él. Fue uno de los primeros
habitantes de este pueblo erigido a
orillas del Paraná allá por el 1.900, aledaño a la ciudad de Rosario, la cultura de la pesca y la caza tenían gran
arraigo en sus residentes. Como todos los viernes, salió a las seis de la tarde
de su jornada laboral; buscó su bolso de pesca, se puso las botas, y en la
derecha metió su cuchilla, agarró a su hijo de seis años, saludó a su mujer
embarazada y rumbeó para la costa que
quedaba a medio kilómetro.
Camino al río, entre la última manzana del pueblo y el sendero de
la rivera, vivía el viejo Madrugada. Sus perros grandes y feroces estaban todo
el día en la calle, a su dueño no le importaba que éstos ocasionaran problemas a los
vecinos, aunque ya habían mordido a más de uno. Era un verdadero
calvario pasar por ese lugar, pero nadie se
metía con él, tenía fama de malevo y jugador, en el barrio se decía que tenía tres muertes.
A Efraín le incomodaba pasar por ahí, no
quería problemas; pero, le parecía injusto tener que tomar el camino más largo
hacia la costa. De ida no pasó nada.
Cerca de las doce, emprendieron la vuelta, no
había pesca, ni reparo para el aire frío que comenzaba a soplar. Otra vez
deberían transitar por el lugar maldito,
y la helada parecía encrudecer aún más esa noche de luna negada. El perro más
grande del viejo Madrugada, estaba al borde de la vereda, con sus ojos fijos y
opacos. Su boca temblaba, no de frío, solo era un movimiento inconsciente que delataba su
voracidad. El padre y su hijo venían por el medio de la calle, vaciló un
instante, puso al niño del lado
contrario al peligro, el izquierdo, respiró profundo y retomó su paso. El perro
estatua siguió al acecho. Encontrándose a pocos metros, solo se interponía una
zanja llena de yuyos, río escaso que solía
delimitar territorios entre vecinos, compadritos
y foráneos, no tuvo importancia alguna
para el animal. La saltó y atacó.
La mano
derecha de Efraín descendió con precisión, y con la velocidad de un rayo la cuchilla lo atravesó de lado a lado.
El grito
desgarrador rompió la noche, al punto que hasta esos perros nocturnos que
ladran hasta el alba sin sentido, quedaron mudos. En ese silencio aturdido, la
escena parecía transcurrir en una especie de suspensión; la bestia se mantuvo en
el aire retorciéndose como un pez en una lanza, hasta dar su último aliento. Lentamente
fue saliéndose de la hoja que bajaba con el brazo. Ya en el piso, la sangre y
otros fluidos abandonaron el cuerpo.
El padre
quedó inmóvil con la mirada exaltada, el hijo intentaba tomar su mano sin que
le respondiera. Había matado al perro del viejo Madrugada. Lentamente giró su
cabeza hacia la casa, y ahí estaba el
viejo, parado en la puerta.
Se miraron
fijo, sin ninguna expresión ni movimiento. Difícilmente se podría medir el
tiempo en tal situación, sobre todo para un niño asustado y expectante que
dificultosamente repetía: vamos a casa…vamos a casa.
Efraín guardó su cuchilla enrojecida en la
bota derecha, tomó la mano de su hijo y siguió caminando.
Este cuento
al igual que otros que publicó Pedernera, eran historias situadas en los
albores de un pueblo formado en su mayoría por la gran masa obrera asentada en
la zona a comienzo de siglo XX. En sus tres años de publicaciones había
recolectado el reconocimiento de algunos cibernautas que seguían con algún interés sus textos. Publicaba a través de
Facebook, y en dos blogs de su autoría,
llegó a anunciar dos premios literarios que, aunque resultaban de procedencia muy
dudosa, lograron aumentar la disposición de su público. Inclusive sostenía
correspondencia con un grupo de ellos.
Lo curioso
de esta actividad literaria, es que nadie parecía conocerlo personalmente;
tampoco existía foto alguna de él. Cuando alguien le pedía que publicara una
foto de perfil, respondía argumentando que no le gustaba como salía
fotografiado, y que además prefería que lo conozcan a través de su prosa. Solía
compensar este vacío tan pictórico como identitario, subiendo fotos de su simpático perro, los amaneceres
desde su ventana, o flores de su jardín y esto parecía colmar la curiosidad de los
lectores, y a veces hasta conmoverlos.
Lo que no
sabían sus simpatizantes aún, hasta hace unos minutos es que Rodolfo había muerto.
Yo fui quien
se tuvo que encargar de dar la mala noticia en sus espacios de internet, inmediatamente
su Facebook se llenó de mensajes afectuosos de despedidas, un poco exagerados
para mi gusto, al igual que su reconocimiento y elogios como cuentista. Lo
inquietante de la muerte suele hacernos re significar nuestras vaguedades y
certezas.
Pero, lo más
importante, que no saben sus adeptos, es que este personaje fue un fraude, un
fake, un invento descarado, hecho por mí. Sus anécdotas y charlas con sus lectores eran todas mentiras. Comunicar
su muerte era una forma piadosa de terminar con esta farsa, ya no era necesario
seguir con esto, mi estudio sobre las redes sociales había culminado, mi tesis
estaba casi completa.
Sólo en algo
no mentí, todas estas historias que conté fueron reales, casi todas dramáticas
y crudas como suele ser la vida en los márgenes, las conocí a través de mis
abuelos, padres y vecinos. Curiosamente al escribir y compartir estos relatos empecé
a convivir con ellas y sus personajes, como si una curva del tiempo me
atravesar repetidamente, y hoy, es una de esas noches, en que todo vuelve. Casi
como un ritual me dirijo a ver a mi
esposa, y corroboro que duerme plácidamente acariciando su vientre; luego, a la
habitación de mi hijo de seis años. Ya más tranquilo recorro la casa esperando
que algo ocurra. Los pasillos se ennegrecen a mi paso emanando un olor a
humedad y moho, las ventanas empiezan a golpearse por un viento repentino, las
puertas chillan como puertas viejas y
pesadas, llego a la cocina y me inunda
un hedor a sangre y orina, me dirijo a la mesada, abro el segundo cajón y ahí está,
una cuchilla oxidada.
Texto: Edgardo Plecito
Coordinación: Susana Rozas
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